Julián Centeya en Argentina Tango / España - El italiano que parlaba en lunfardo

Sus poemas y escritos tienen un cuño original, que se ha roto cuando Julián Centeya se tomó el piro. Nacido en Borgataro, en la provincia parmesana de Italia, el año de nuestro centenario argentino, 1910; fue uno de los centenares de miles de inmigrantes que llegaron al puerto de la Reina del Plata, sin tener conciencia del gran cambio que tendría su vida cuando solo tenía dos años.
La misma cercanía poética, existencial y de barrio que vivieron en Buenos Aires, Argentina, Centeya y Homero Manzi, la tuvieron, sin saberlo, en el noreste cordobés y el sureste santiagueño. Homero había nacido en Añatuya, Santiago del Estero y la familia Vergiati se trasladó al bajar del Comte Rosso con “tres hijos, la mujer, a más de un perro” hasta San Francisco de Córdoba. Pero las cosas no se encarrilaron para estos inmigrantes y retornan hacia el puerto, como les ocurrió a muchos, con la intención de juntar algo y volverse. La realidad es que allí se quedaron y fueron acumulando vidas para la gran metrópoli del Plata.
Cuando volvieron tenía Amleto / Julián trece años. Su vida desde entonces transcurrió por Parque Patricios, Pompeya, Boedo y esas cinco esquinas hacia Barracas, el Buenos Aires del sur que había visto desplazado su poderío por la fiebre amarilla del siglo anterior, donde las casonas coloniales se transformaron en conventillos.
Fue periodista en prensa diaria, en semanarios y emisoras de radio. Entre estas se recuerdan sus programas en Radio Argentina de Buenos Aires y Radio Colonia de esa ciudad uruguaya, que en realidad trasmitía la mayor parte de su programación desde la capital argentina. Y están las letras con música de Julián Centeya. No tienen la “marca en el orillo” de sus poemas, pero son buenos aportes para el tango argentino: Claudinette, con música de Enrique Pedro Delfino; Más allá de mi rencor, con Lucio Demare; La vi llegar, posiblemente el más cantado y difundido, y Lluvia de abril, ambos con Enrique Mario Francini; Lison, con música de Ranieri; Julián Centeya con José Canet o Felicita en colaboración con Hugo del Carril.
Utilizó primero el seudónimo de Enrique Alvarado. Con él firmo su libro de poemas “El recuerdo de la enfermería de Jaime” escrito en 1941. Damos un salto hasta 1964 en el que publica "La musa mistonga" y 1969 para encontrar “La musa de barro”, con prólogo de César Tiempo, considerado su mejor libro de poemas. Pero su producción muchas veces las había realizado para presentaciones radiofónicas o leídas en homenajes a grandes del tango.
A uno de sus grandes amigos, Aníbal Troilo, le dedica un poema soberbio, al igual que hizo con Discepolín, Celedonio Flores o el de Homero Manzi que incluimos en esta nota. Tiene una novela en su haber, “El Vaciadero”, de 1971, que nos muestra a los “quemeros”, los que van a remover en la quema de basuras para encontrar cosas de valor, rebuscarse la vida, ser unos “cirujas”.
Julián Centeya pinchó, se tomó el piro, quedo igual que si nada hubiera sido… unos días después de la muerte de Perón, en julio de 1974, que fue un invierno frío en Buenos Aires y en la pampa argentina. Era de madrugada…cumpliendo con la recomendación de Horacio Ferrer. Estaba en una residencia geriátrica.
Es muy difícil incluir un solo poema de Julián Centeya y dejas afuera “Mi viejo” o tantos otros. Lo llamó el pueblo “el hombre gris de Buenos Aires” pero no hay nadie que haya podido colorear mejor, con el color de sepia viejo de esas fotos de época, la vida cotidiana y el mucho sufrir de los barrios porteños, atiborrados de inmigrantes de afuera y de adentro. Les dejamos por escrito este “A Homero” y la recomendación de leérselos todos. El vídeo producido por Canal Aldiser nos permite revivir “El Punga” y escucharlo a su amigo, el Polaco Goyeneche, cantando “Como abrazado a un rencor”
A Homero
de Julián Centeya
Te procuro en el barrio de la luna amistosa
con la cita en la esquina del antiguo almacén;
de espaldas a los números que nos devuelven rosas,
nuestro origen fue el mismo, aquél del terraplén.
Crepitar de guitarras en un manso desvelo
pespunteando milongas y siempre el corralón;
cómo nos pesa, ahora, la ausencia de aquél cielo
que inventamos, Homero, ayer, en la canción.
Vinculados a nubes, chiquilines descalzos,
y en el barrio, ¿te acuerdas?, sólo pasa una vez…
Angulosas memorias me invaden y rebalso
de ternuras que acaban de brotarme recién.
Era Pompeya, sí, claro; era Pompeya,
la calle Centenera, la esquina Tabaré;
pero te digo, Homero, que era aquella
latitud de mi sangre, de tu alma, lo sé.
Por el duro empedrado de Famatina al este
de la novia quinceañera con cita de portón,
y el corralón que tuvo la chatita celeste
y la luna de siempre plateando el paredón.
El hueco allá por Cachi, de noche la laguna
y aquél coro de sapos redoblando un dolor.
Pensando en estas cosas de pronto siento una
tristeza que me anula, es cuando hablo de vos.
De cuando caminábamos la calle Monasterio,
hablábamos de tango que la ciudad un día llevaría
en su entraña. “Estar en el misterio”,
me acuerdo de qué modo profundo lo decías.
Y Boedo, ¿qué cosa?, fue nuestra la aventura
de hacernos al paisaje que devolviste en “Sur”.
¿Qué importa haber caído, luchado, luchado en esta dura
vía crucis de la vida sin un rayo de luz?
¿Qué fue de la muchacha aquella que me amaba?
¿Y qué de los amigos, y de uno, qué fue?
Celina aquella rubia, Celina se llamaba;
su nombre era de cielo, me acuerdo que la amé.
Vivir es irse un poco de uno y de todos,
avanzar hacia el hielo y nunca más saber;
es cuando sin ser uno se habrá alcanzado el modo
de habitar una nube y ya nunca volver.
Homero Manzi ausencia, Homero Manzi, no;
otra vida es tu vida, yo bien sé, no te has ido.
Concurro con mi verso, te repito que yo
me cito con tu sombra en el barrio querido;
aquél del alto cielo que hemos compartido
y que de pronto un día se nos hizo canción.
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